El 2 de diciembre de 1923, en un hospital de Nueva York, se oyó el primer llanto de un bebé nacido de una pareja de inmigrantes griegos. Fue la primera vez que el mundo oiría la voz potente de quien cambiaría el canto lírico para siempre. María callas, o María Ana Sofía Kallogeropoulos, como realmente se llamaba, nació para cantar y eso se convirtió para ella en un peso muy grande que tuvo que soportar toda su vida.
Desde muy pequeña mostró dotes para el canto, lo que fue advertido por su madre, una mujer dominante que trató que su hija se convirtiera en alguien destacado. Desde allí no dejó de presionarla para que se preparara para ser una gran cantante. María creció convencida que tendría que ser la mejor. Se le desarrolló una obsesión por ser perfecta.
A los ocho años sus padres se separaron y su madre la llevó a Grecia. Allí se encargó de buscarle una profesora de canto. La encontró en María Trivella. Tras dos años su madre logró que la aceptase como alumna una ex cantante española, muy conocida en su tiempo, que se dedicaba a enseñar en el conservatorio de Atenas, Elvira de Hidalgo. Reconoció el talento innato de la muchacha que se presentó ante ella y aceptó hacerle clases sin cobrar, convirtiéndose en su maestra por los años venideros. Elvira era profesora de coloratura, una ornamentación que consiste en cantar una vocal en una sucesión de notas diferentes, elemento importante del bel canto. Su alumna llegó a dominar magistralmente esta técnica.
María, la obsesiva por la perfección, era la primera en llegar a sus clases y la última en irse. Aprendía todo lo que podía, aprendía de su maestra, de sus compañeros que lo hacían bien, como también de los que lo hacían mal siempre encontraba alguna lección que aprender.
La pequeña familia formada por su madre, ella y su hermana mayor, pasó carencias económicas. Su hermana era hermosa, ella no. María era alta y gruesa, andaba siempre mal vestida, sin maquillaje, despeinada, algo tímida, con poca facilidad para relacionarse con los demás. Cuando se paraba a cantar, algunos sonreían al ver a esta niña parada adelante, de aspecto poco grácil y algo torpe.
Pero cuando comenzaba a emitir las primeras notas, las sonrisas desaparecían. Las caras que fueron burlonas adquirían expresiones de admiración y de seguramente pena. Pena porque pensarían "¿por qué yo no podré cantar así?".
Allí se comenzó a engendrar la envidia.
Su primer papel en una ópera se produjo cuando hizo de reemplazante a una cantante consagrada que se enfermó. El público la recibió tan bien que la titular se mejoró rápidamente de sus dolencias. La ópera era Boccaccio.
A partir de entonces María comenzó a sufrir la hostilidad de sus compañeras ya consagradas, que no aceptaban que una niña de apenas 19 años pudiera superarlas. Eso la hizo desarrollar una especie de coraza protectora: a los que ella consideraba sus amigos ella los trataba con dulzura. Pero era terriblemente agresiva con aquellos a quienes percibía que la estaban hostilizando.
Su debut como “prima donna” fué en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, en la Grecia ocupada por las fuerzas nazis, en un teatro al aire libre que se armó ese verano en la plaza Klaftmonos de Atenas. Hizo el papel de Tosca y su tremenda voz e innata capacidad histriónica cautivó al público. Las privaciones de la guerra no impidieron que muchos sacrificaran lo poco que tenían para procurarse alimentos, con el fin de ver a esta novel cantante que deslumbraba al público. Una de sus rivales reconoció, después de oírla cantar, “esta mujer tiene algo divino”. De ahí sería apodada como “la Divina”.
Desde allí fue escalando posiciones dificultosamente, entre éxitos y postergaciones, estas últimas producto de la envidia o de la miopía de algunos que no fueron capaces de reconocer el tremendo talento que tenían ante sí. Algún crítico escribió que “movía mucho los brazos”. Claro, no estaban acostumbrados a que una cantante de ópera actuara además de cantar.
En 1945, con escaso dinero viajó a Estados Unidos a hacer un intento no muy exitoso de penetrar el mundo operático de esa nación, pero logra un contrato para interpretar La Gioconda, en la Arena de Verona, Italia. Esta actuación y otras que le siguieron permitieron su consagración como cantante lírica internacional. No fue la favorita de los críticos, ni de los directores de ópera ni de los administradores de teatros. Fue el público quien la impuso. La década de 1950 fue su época de oro. Fue descrita como una soprano sfogato, término asociado al bel canto para designar a una soprano con un amplio registro que abarcaba el de mezzosoprano, como lo había sido hacía cien años antes la cantante española María Malibran, muy admirada por la Callas.
En esos diez años cambiaría la forma de hacer ópera para siempre. Enseñó que para representar un papel en una ópera no basta con cantar bien. Mostró que tener una bella voz no era suficiente. La componente dramática es igualmente importante. La ópera no es canto, es teatro cantado.
Cada papel que asumió lo hizo distinto, dándole a cada uno de los personajes un carácter según lo que su intuición dramática le decía que debía representarlo. Su cara extraordinariamente expresiva adoptaba las actitudes que requería cada circunstancia. Con su habilidad vocal y la potencia de su voz deslumbraba a su público. Cansada de su apariencia, decidió someterse a régimen, bajando en pocos meses más de cuarenta kilos, pasando de ser de la mujer gruesa que era, a tener una hermosa figura, como se ve en las innumerables imágenes que nos dejó la prensa de aquella época. Prensa que se preocupó menos de resaltar sus geniales dotes que su tránsito por el jet set internacional, sus memorables peleas con administradores de teatros, con directores de óperas, con críticos, con abogados, en fin, con cuantos se atravesaron con ella y su fuerte temperamento.
En una ocasión le dijeron que era temperamental, ante lo cuál respondió que si no lo fuera, no podría representar los papeles como lo hacía.
Al término de su década de gloria dio inicio a un romance con el multimillonario Aristóteles Onasis y a un período en que encontró la felicidad que no había tenido antes. Pero duraría poco. Después de casi nueve años él la deja por Jacqueline, la viuda del extinto presidente John Kennedy.
La época con Onasis se caracterizó por un descuido de lo que había sido su vida, el canto. Cuando quiso retomarlo, se hizo patente un inexplicable deterioro de su voz. El abandono de Onasis y el abandono de su voz la sumieron en un profundo estado depresivo, que la llevó a decir que “agradezco cada día que pasa porque es un día menos que me queda”.
En sus últimos años llevó una vida solitaria, recluida en un departamento en Paris, hasta que el 16 se septiembre de 1977, expiró a la edad de 55 años.
Nunca más habría una María Callas. Se convirtió en una leyenda y un referente para todo cantante de ópera. Su carrera fue corta pero brillante. Sus admiradores hoy son tantos o más que los que tuvo en vida. Dejó muchísimo material grabado, por lo que sus admiradores siempre podrán seguir escuchando el hermoso canto de esta mujer cuya vida fue una ópera en sí misma.
Autor: Jorge Galbiati